sábado, 12 de marzo de 2011

Rosa Pálido. Cuando se muere el amor



Por: Lorena Avelar





Hay que renovarse cuando se muere un amor que nos ha marcado tanto, sacar las agallas desde el fondo de la entraña y refugiarlas en lo más alto para que su luz vuelva a alumbrar con el fervor de un astro. No hay que enterrarlo, hay que protegerlo del temporal tan agrio y reconocer su mirada en otros ojos cálidos, sentir su abrazo, su acogida inmediata, su litoral innato.

Cuando se muere el amor, hay que abrir el paso, insinuar el renuevo del relámpago, caminar a hurtadillas tras de ese vibrar escandaloso, refrescarnos en el llanto para limpiar lo podrido, lo que enfermó el corazón con el pus y dejar que las larvas se alimenten y hagan su trabajo. Hay que gritar sin sucumbir al guerrero de hierro que asestó su puñal barato. No hay que maldecir, ni sacrificar, ni esconder el rostro del cadalso.

Cuando se muere el amor, hay que abrir la puerta y dejar que las ráfagas ventilen el humor de vinagre agrio, ese hedor pestilente que mancilló el honor y el hogar como un muerto tendido en el salón con los cirios al lado. Hay que limpiar el suelo y el remanso, escobillar las baldosas para borrar las huellas en la escalerilla del preámbulo, regocijar el aliento con una brisa de mayo, atizar el fogón para que el fuego caliente y en el jardín florezca el Rosa pálido de los cardos.

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